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Proyecto de Reformas a la Constitución de 1857.
Presentado por Venustiano Carranza al instalarse el Congreso Constituyente en
Querétaro.
Diciembre 1, 1916
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Ciudadanos
diputados:
Una de las más grandes satisfacciones que he tenido hasta hoy,
desde que comenzó la lucha, que, en mi calidad de gobernador constitucional del
Estado de Coahuila, inicié contra la usurpación del gobierno de la República, es
la que experimento en estos momentos, en que vengo a poner en vuestras manos, en
cumplimiento de una de las promesas que en nombre de la revolución hice en la
heroica ciudad de Veracruz al pueblo mexicano: el proyecto de Constitución
reformada, proyecto en el que están contenidas todas las reformas políticas que
la experiencia de varios años, y una observación atenta y detenida, me han
sugerido como indispensables para cimentar, sobre las bases sólidas, las
instituciones, al amparo de las que deba y pueda la nación laboral últimamente
por su prosperidad, encauzando su marcha hacia el progreso por la senda de la
libertad y del derecho; porque si el derecho es el que regulariza la función de
todos los elementos sociales, fijando a cada uno su esfera de acción, ésta no
puede ser en manera alguna provechosa, si en el campo que debe ejercitarse y
desarrollarse, no tiene la espontaneidad y la seguridad, sin las que carecían
del elemento que, coordinando las aspiraciones y las esperanzas de todos los
miembros de la sociedad, los lleva a buscar en el bien de todos la prosperidad
de cada uno, estableciendo y realizando el gran principio de la solidaridad,
sobre el que deben descansar todas las instituciones que tienden a buscar y
realizar el perfeccionamiento humano.
La Constitución política de 1857,
que nuestros padres nos dejaron como legado precioso, a la sombra de la cual se
ha consolidado la nacionalidad mexicana; que entró en el alma popular con la
guerra de Reforma, en la que alcanzaron grandes conquistas, y que fue la bandera
que el pueblo llevó a los campos de batalla en la guerra contra la intervención,
lleva indiscutiblemente, en sus preceptos, la consagración de los más altos
principios, reconocidos al fulgor del incendio que produjo la revolución más
grande que presenció el mundo en las postrimerías del siglo XVIII, sancionados
por la práctica constante y pacífica que de ellos se ha hecho por dos de los
pueblos más grandes y más poderosos de la Tierra: Inglaterra y los Estados
Unidos.
Mas, desgraciadamente, los legisladores de 1857 se formaron con
la proclamación de principios generales que no procuraron llevar a la práctica,
acomodándolos a las necesidades del pueblo mexicano; de manera que nuestro
código político tiene en general el aspecto de fórmulas abstractas en que se han
condensado conclusiones científicas de gran valor especulativo, pero de las que
no ha podido derivarse sino poca o ninguna utilidad positiva.
En efecto,
los derechos individuales que la Constitución de 1857 declara que son la base de
las instituciones sociales, han sido conculcados de una manera casi constante
por los diversos gobiernos que desde la promulgación de aquélla se han sucedido
en la República; las leyes orgánicas del juicio de amparo ideado para
protegerlos lejos de llegar a un resultado pronto y seguro, no hicieron otra
cosa que embrollar la marcha de la justicia, haciéndose casi imposible la acción
de los tribunales, no sólo de los federales, que siempre se vieron ahogados por
el sinnúmero de expedientes, sino también de los comunes, cuya marcha quedó
obstruida por virtud de los autos de suspensión que sin tasa ni medida se
dictaban.
Pero hay más todavía. El recurso de amparo, establecido con un
alto fin social, pronto se desnaturalizó, hasta quedar, primero, convertido en
arma política; y, después, en medio apropiado para acabar con la soberanía de
los Estados: pues de hecho quedaron sujetos de la revisión de la Suprema Corte
hasta los actos más insignificantes de las autoridades de aquéllos; y como ese
alto tribunal, por la forma en que se designaban sus miembros, estaba
completamente a disposición del jefe del Poder Ejecutivo, se llegó a palpar que
la declaración de los derechos del hombre al frente de la Constitución federal
de 1857, no había tenido la importancia práctica que de ella se esperaba. En tal
virtud, la primera de las bases sobre que descansa toda la estructura de las
instituciones sociales, fue ineficaz para dar solidez a éstas y adaptarlas a su
objeto, que fue relacionar en forma práctica y expedita al individuo con el
Estado y a éste con aquél, señalando sus respectivos límites dentro de los que
debe desarrollarse su actividad, sin trabas de ninguna especie, y fuera de las
que se hace perturbadora y anárquica si viene de parte del individuo, o
despótica y opresiva si viene de parte de la autoridad. Mas el principio de que
se acaba de hacer mérito, a pesar de estar expresa y categóricamente formulado,
no ha tenido, en realidad, valor práctico alguno, no obstante que en el terreno
del Derecho Constitucional es de una verdad indiscutible. Lo mismo ha pasado
exactamente con los otros principios fundamentales que forman la misma
Constitución de 1857, los que se han pasado, hasta ahora, de ser una bella
esperanza, cuya realización se ha burlado de una manera constante.
Y, en
efecto; la soberanía nacional, que reside en el pueblo, no expresa ni ha
significado en México una realidad, sino en poquísimas ocasiones, pues si no
siempre, sí casi de una manera rara vez interrumpida, el Poder público se ha
ejercido, no por el mandato libremente conferido por la voluntad de la nación,
manifestada en la forma que la ley señala, sino por imposiciones de los que han
tenido en sus manos la fuerza pública para investirse a sí mismos o investir a
personas designadas por ellos, con el carácter de representantes del
pueblo.
Tampoco ha tenido cumplimiento y, por lo tanto, valor positivo
apreciable, el otro principio fundamental claramente establecido por la
Constitución de 1857, relativo a la división del ejercicio del Poder público,
pues tal división sólo ha estado, por regla general, escrita en la ley, en
abierta oposición con la realidad, en la que, de hecho, todos los poderes han
estado ejercidos por una sola persona, habiéndose llegado hasta el grado de
manifestar, por una serie de hechos constantemente repetidos, el desprecio a la
ley suprema, dándose sin el menor obstáculo al Jefe del Poder Ejecutivo la
facultad de legislar sobre toda clase de asuntos, habiéndose reducido a esto la
función del poder Legislativo, el que de hecho quedó reducido a delegar sus
facultades y aprobar después lo ejecutado por virtud de ellas, sin que haya
llegado a presentarse el caso, ya no de que reprobase, sino al menos de que
hiciese observación alguna.
Igualmente, ha sido hasta hoy una promesa
vana el precepto que consagra la Federación de los Estados que forman la
República Mexicana, estableciendo que ellos deben de ser libres y soberanos en
cuanto a su régimen interior, ya que la historia del país demuestra que, por
regla general y salvo raras ocasiones, esa soberanía no ha sido más que nominal,
porque ha sido el Poder central el que siempre ha impuesto su voluntad,
limitándose las autoridades de cada Estado a ser los instrumentos ejecutores de
las órdenes emanadas de aquél. Finalmente, ha sido también vana la promesa de la
Constitución de 1857, relativa a asegurar a los Estados la forma republicana,
representativa y popular, pues a la sombra de este principio, que también es
fundamental en el sistema de gobierno federal adoptado para la nación entera,
los poderes del centro se han injerido en la administración interior de un
Estado cuando sus gobernantes no han sido dóciles a las órdenes de aquéllos, o
sólo se ha dejado que en cada entidad federativa se entronice un verdadero
cacicazgo, que no otra cosa ha sido, casi invariablemente, la llamada
administración de los gobernadores que ha visto la nación desfilar en
aquéllas.
La historia del país, que vosotros habéis vivido en buena parte
en estos últimos años, me prestaría abundantísimos datos para comprobar
ampliamente las aseveraciones que dejo apuntadas; pero aparte de que vosotros,
estoy seguro, no las pondréis en duda, porque no hay mexicano que no conozca
todos los escándalos causados por las violaciones flagrantes a la Constitución
de 1857, esto demandaría exposiciones prolijas, del todo ajenas al carácter de
una reseña
breve y sumaria, de los rasgos principales de la iniciativa
que me honro hoy en poner en vuestras manos, para que la estudiéis con todo el
detenimiento y con todo el celo que de vosotros espera la nación, como el
remedio a las necesidades y miserias de tantos años. En la parte expositiva del
decreto de 14 de septiembre del corriente año, en el que se modificaron algunos
artículos de las adiciones al Plan de Guadalupe, expedidas en la heroica
Veracruz el 12 de diciembre de 1914, expresamente ofreció el gobierno de mi
cargo que en las reformas a la Constitución de 1857, que iniciaría ante este
Congreso, se conservaría intacto el espíritu liberal de aquélla y la forma de
gobierno en ella establecida; que dichas reformas sólo se reducirían a quitarlo
lo que la hace inaplicable, a suplir sus deficiencias, a disipar la oscuridad de
algunos de sus preceptos, y a limpiarla de todas las reformas que no hayan sido
inspiradas más que en la idea de poderse servir de ella para entronizar la
dictadura.
No podré deciros que el proyecto que os presento sea una obra
perfecta, ya que ninguna que sea hija de la inteligencia humana puede aspirar a
tanto; pero creedme, señores diputados, que las reformas que propongo son hijas
de una convicción sincera, son el fruto de mi personal experiencia y la
expresión de mis deseos hondos y vehementes porque el pueblo mexicano alcance el
goce de todas las libertades, la ilustración y progreso que le den lustre y
respeto en el extranjero, y paz y bienestar en todos los asuntos
domésticos.
Voy, señores diputados, a haceros una síntesis de las
reformas a que me he referido, para daros una idea breve y clara de los
principios que me han servido de guía, pues así podréis apreciar si
he
logrado el objeto que me he propuesto, y que es lo que os queda por
hacer para llenar debidamente vuestro cometido.
Siendo el objeto de todo
gobierno el amparo y protección del individuo, o sea de las diversas unidades de
que se compone el agregado social, es incuestionable que el primer requisito que
debe llenar la Constitución política, tiene que ser la protección otorgada, con
cuanta precisión y claridad sea dable, a la libertad humana, en todas las
manifestaciones que de ella derivan de una manera directa y necesaria, como
constitutivas de la personalidad del hombre.
La Constitución de un pueblo
no debe procurar, si es que ha de tener vitalidad que le asegure larga duración,
poner límites artificiales entre el Estado y el individuo, como si se tratara de
aumentar el campo a la libre acción de uno y restringir la del otro, de modo que
lo que se da a uno sea la condición de la protección de lo que se reserva el
otro; sino que debe buscar que la autoridad que el pueblo concede a sus
representantes, dado que a él no le es imposible ejercerla directamente, no
pueda convertirse en contra de la sociedad que la establece, cuyos derechos
deben quedar fuera de su alcance, supuesto que ni por un momento hay que perder
de vista que el gobierno tiene que ser forzosa y necesariamente el medio de
realizar todas las condiciones, sin las cuales el derecho no puede existir y
desarrollarse.
Partiendo de este concepto, que es el primordial, como que
es el que tiene que figurar en primer término, marcando el fin y objeto de la
institución del gobierno, se dará a las instituciones sociales su verdadero
valor, se orientará convenientemente la acción de los poderes públicos y se
terminarán hábitos y costumbres sociales y políticas, es decir, procedimientos
de gobierno que hasta hoy no han podido fundamentarse, debido a que si el pueblo
mexicano no tiene la creencia en un pacto social en que repose toda la
organización política, ni en el origen divino de un monarca, señor de vidas y
haciendas, sí comprende muy bien que las instituciones que tiene, si bien
proclaman altos principios no se amoldan a su manera de sentir y pensar, y que
lejos de satisfacer necesidades, protegiendo el pleno uso de la libertad,
carecen por completo de vida, dominados, como han estado, por un despotismo
militar enervante y por explotaciones inicuas, que han arrojado a las clases más
numerosas a la desesperación y a la ruina.
Ya antes dije que el deber
primordial del gobierno es facilitar las condiciones necesarias para la
organización del derecho o, lo que es lo mismo, cuidar de que se mantengan
intactas todas las manifestaciones de libertad individual, para que,
desarrollándose el elemento social, pueda, a la vez que conseguirse la
coexistencia pacífica de todas las actividades, realizarse la unidad de
esfuerzos y tendencias en orden a la prosecución del fin común: la felicidad de
todos los asociados.
Por esta razón, lo primero que debe hacer la
Constitución política de un pueblo, es garantizar, de la manera más amplia y
completa posible, la libertad humana, para evitar que el gobierno, a pretexto
del orden o de la paz, motivos que siempre alegan los tiranos para justificar
sus atentados, tenga alguna vez de limitar el derecho y no respetar su uso
íntegro, atribuyéndose la facultad exclusiva de dirigir la iniciativa individual
y la actividad social, esclavizando al hombre y a la sociedad bajo su voluntad
omnipotente.
La Constitución de 1857 hizo, según antes he expresado, la
declaración de que los derechos del hombre son la base y objeto de todas las
instituciones sociales; pero, con pocas excepciones, no otorgó a esos derechos
las garantías debidas, lo que tampoco hicieron las leyes secundarias, que no
llegaron a castigar severamente la violación de aquéllas, porque sólo fijaron
penas nugatorias, por insignificantes, que casi nunca se hicieron efectivas. De
manera que, sin temor de incurrir en exageración, puede decirse que a pesar de
la Constitución mencionada, la libertad individual quedó por completo a merced
de los gobernantes.
El número de atentados contra la libertad y sus
diversas manifestaciones, durante el periodo en que la Constitución de 1857 ha
estado en vigor, es sorprendente; todos los días ha habido quejas contra los
abusos y excesos de la autoridad, de uno a otro extremo de la República; y, sin
embargo, de la generalidad del mal y de los trastornos que constantemente
ocasionaba, la autoridad judicial de la Federación no hizo esfuerzos para
reprimirlo, ni mucho menos para castigarlo.
La imaginación no puede
figurarse el sinnúmero de amparos por consignación al servicio de las armas, ni
contra las arbitrariedades de los jefes políticos, que fueron, más que los
encargados de mantener el orden, los verdugos del individuo y de la sociedad; y
de seguro que causaría, ya no sorpresa, sino asombro, aun a los espíritus más
despreocupados y más insensibles a las desdichas humanas, si en estos momentos
pudieran contarse todos los atentados que la autoridad judicial federal no quiso
o no pudo reprimir.
La simple declaración de derechos, bastante en un
pueblo de cultura elevada, en que la sola proclamación de un principio
fundamental de orden social y político, es suficiente para imponer respeto,
resulta un valladar ilusorio donde, por una larga tradición y por usos y
costumbres inveterados, la autoridad ha estado investida de facultades
omnímodas, donde se ha atribuido poderes para todo y donde el pueblo no tiene
otra cosa que hacer más que callar y obedecer.
A corregir ese mal tienden
las diversas reformas que el gobierno a mi cargo propone, respecto a la sección
primera del título primero de la Constitución de 1857, y abrigo la esperanza de
que con ellas y con los castigos severos que el Código Penal imponga a la
conculcación de las garantías individuales, se conseguirá que los agentes del
Poder público sean lo que deben ser: instrumentos de seguridad social, en vez de
ser lo que han sido, los opresores de los pueblos que han tenido la desgracia de
caer en sus manos.
Prolijo sería enumerar una por una todas las reformas
que sobre este particular se proponen en el proyecto que traigo a vuestro
conocimiento; pero séame permitido hablar de algunas, para llamar de manera
especial vuestra atención sobre la importancia que revisten.
El artículo
14 de la Constitución de 1857, que en concepto de los constituyentes, según el
texto de aquél y el tenor de las discusiones a que dio lugar, no se refirió más
que a los juicios del orden penal, después de muchas vacilaciones y de
resoluciones encontradas de la Suprema Corte, vino definitivamente a extenderse
a los juicios civiles, lo que dio por resultado, según antes expresé, que la
autoridad judicial de la Federación se convirtiese en revisora de todos los
actos de las autoridades judiciales de los Estados; que el Poder central, por la
sugestión en que tuvo siempre a la Corte, pudiese injerirse en la acción de los
tribunales comunes, ya con motivo de un interés político, ya para favorecer los
intereses de algún amigo o protegido, y que debido al abuso del amparo, se
recargasen las labores de la autoridad judicial federal y se entorpeciese la
marcha de los juicios del orden común.
Sin embargo de esto, hay que
reconocer que en el fondo de la tendencia a dar al artículo 14 una extensión
indebida, estaba la necesidad ingente de reducir a la autoridad judicial de los
Estados a sus justos límites, pues bien pronto se palpó que convertidos los
jueces en instrumentos ciegos de los gobernadores, que descaradamente se
inmiscuían en asuntos que estaban por completo fuera del alcance de sus
atribuciones, se hacía preciso tener un recurso acudiendo a la autoridad
judicial federal para reprimir tantos excesos.
Así se desprende de la
reforma que se le hizo, en 12 de diciembre de 1908, al artículo 102 de la
Constitución de 1857, reforma que, por lo demás, estuvo muy lejos de alcanzar el
objeto que se proponía, toda vez que no hizo otra cosa que complicar más el
mecanismo del juicio de amparo, ya de por sí intrincado y lento, y que la
Suprema Corte procuró abrir tantas brechas a la expresada reforma, que en poco
tiempo la dejó enteramente inútil.
El pueblo mexicano está ya tan
acostumbrado al amparo en los juicios civiles, para librarse de las
arbitrariedades de los jueces, que el gobierno de mi cargo ha creído que sería
no sólo injusto, sino impolítico, privarlo ahora de tal recurso, estimando que
bastará limitarlo únicamente a los casos de verdadera y positiva necesidad,
dándole un procedimiento fácil y expedito para que sea efectivo, como se servirá
ver la Cámara en las bases que se proponen para su reglamentación.
El
artículo 20 de la Constitución de 1857 señala las garantías que todo acusado
debe tener en un juicio criminal; pero en la práctica esas garantías han sido
enteramente ineficaces, toda vez que, sin violarlas literalmente, al lado de
ellas se han seguido prácticas verdaderamente inquisitoriales, que dejan por
regla general a los acusados sujetos a la acción arbitraria y despótica de los
jueces y aun de los mismos agentes o escribientes suyos.
Conocidas son de
ustedes, señores diputados, y de todo el pueblo mexicano, las incomunicaciones
rigurosas, prolongadas en muchas ocasiones por meses enteros, unas veces para
castigar a presuntos reos políticos, otras para amedrentar a los infelices
sujetos a la acción de los tribunales del crimen y obligarlos a hacer
confesiones forzadas, casi siempre falsas, que sólo obedecían al deseo de
librarse de la estancia en calabozos inmundos, en que estaban seriamente
amenazadas su salud y su vida.
El procedimiento criminal en México ha
sido hasta hoy, con ligerísimas variantes, exactamente el mismo que dejó
implantado la dominación española, sin que se haya llegado a templar en lo más
mínimo su dureza, pues esa parte de la legislación mexicana ha quedado
enteramente atrasada, sin que nadie se haya preocupado en mejorarla. Diligencias
secretas y procedimientos ocultos de que el reo no debía tener conocimiento,
como si no se tratase en ellos de su libertad o de su vida; restricciones del
derecho de defensa impidiendo al mismo reo y a su defensor asistir a la
recepción de pruebas en su contra, como si se tratase de actos indiferentes que
de ninguna manera podrían afectarlo y, por último, dejar la suerte de los reos
casi siempre entregada a las maquinaciones fraudulentas y dolosas de los
escribientes, que por pasión o por vil interés alteraban sus propias
declaraciones, las de los testigos que deponían en su contra, y aun las de los
que se presentaban a declarar en su favor.
La ley concede al acusado la
facultad de obtener su libertad bajo de fianza durante el curso de su proceso;
pero tal facultad quedó siempre sujeta al arbitrio caprichoso de los jueces,
quienes podían negar la gracia con sólo decir que tenían temor de que el acusado
se fugase y se sustrajera a la acción de la justicia.
Finalmente, hasta
hoy no se ha expedido ninguna ley que fije, de una manera clara y precisa, la
duración máxima de los juicios penales, lo que ha autorizado a los jueces para
detener a los acusados por tiempo mayor del que fija la ley al delito de que se
trata, resultando así prisiones injustificadas y enteramente
arbitrarias.
A remediar todos esos males tienden las reformas del citado
artículo 20.
El artículo 21 de la Constitución de 1857 dio a la autoridad
administrativa la facultad de imponer como corrección hasta quinientos pesos de
multa, o hasta un mes de reclusión en los casos y modo que expresamente
determine la ley, reservando a la autoridad judicial la aplicación exclusiva de
las penas propiamente tales.
Este precepto abrió una anchísima puerta al
abuso, pues la autoridad administrativa se consideró siempre en posibilidad de
imponer sucesivamente y a su voluntad, por cualquier falta imaginaria, un mes de
reclusión, mes que no terminaba en mucho tiempo.
La reforma que sobre
este particular se propone, a la vez que confirma a los jueces la facultad
exclusiva de imponer penas, sólo concede a la autoridad administrativa castigar
la infracción de los reglamentos de policía, que por regla general sólo da lugar
a penas pecuniarias y no a reclusión, la que únicamente se impone cuando el
infractor no puede pagar la multa.
Pero la reforma no se detiene allí
sino que se propone una innovación que de seguro revolucionará completamente el
sistema procesal que durante tanto tiempo ha regido en el país, no obstante
todas sus imperfecciones y deficiencias.
Las leyes vigentes, tanto en el
orden federal como en el común, han adoptado la institución del Ministerio
Público, pero tal adopción ha sido nominal, porque la función asignada a los
representantes de aquél, tiene carácter meramente decorativo para la recta y
pronta administración de justicia.
Los jueces mexicanos han sido, durante
el periodo corrido desde la consumación de la Independencia hasta hoy, iguales a
los jueces de la época colonial: ellos son los encargados de averiguar los
delitos y buscar las pruebas, a cuyo efecto siempre se han considerado
autorizados a emprender verdaderos asaltos contra los reos, para obligarlos a
confesar, lo que sin duda alguna desnaturaliza las funciones de la
judicatura.
La sociedad entera recuerda horrorizada los atentados
cometidos por jueces que, ansiosos de renombre, veían con positiva fruición que
llegase a sus manos un proceso que les permitiera desplegar un sistema completo
de opresión, en muchos casos contra personas inocentes, y en otros contra la
tranquilidad y el honor de las familias, no respetando, en sus inquisiciones, ni
las barreras mismas que terminantemente establecía la ley.
La misma
organización del Ministerio Público, a la vez que evitará ese sistema procesal
tan vicioso, restituyendo a los jueces toda la dignidad y toda la respetabilidad
de la magistratura, dará al Ministerio Público toda la importancia que le
corresponde, dejando exclusivamente a su cargo la persecución de los delitos, la
busca de los elementos de convicción, que ya no se hará por procedimientos
atentatorios y reprobados, y la aprehensión de los delincuentes.
Por otra
parte, el Ministerio Público, con la policía judicial represiva a su
disposición, quitará a los presidentes municipales y a la policía común la
posibilidad que hasta hoy han tenido de aprehender a cuantas personas juzgan
sospechosas, sin más méritos que su criterio particular.
Con la
institución del Ministerio Público, tal como se propone, la libertad individual
quedará asegurada; porque según el artículo 16, nadie podrá ser detenido sino
por orden de la autoridad judicial, la que no podrá expedirla sino en los
términos y con los requisitos que el mismo artículo exige.
El artículo 27
de la Constitución de 1857 faculta para ocupar la propiedad de las personas sin
el consentimiento de ellas y previa indemnización, cuando así lo exija la
utilidad pública. Esta facultad es, a juicio del gobierno de mi cargo,
suficiente para adquirir tierras y repartirlas en la forma que se estime
conveniente entre el pueblo que quiera dedicarse a los trabajos agrícolas,
fundando así la pequeña propiedad, que debe fomentarse a medida que las públicas
necesidades lo exijan.
La única reforma que con motivo de este artículo
se propone, es que la declaración de utilidad sea hecha por la autoridad
administrativa correspondiente, quedando sólo a la autoridad judicial la
facultad de intervenir para fijar el justo valor de la cosa de cuya expropiación
se trata.
El artículo en cuestión, además de dejar en vigor la
prohibición de las Leyes de Reforma sobre la capacidad de las corporaciones
civiles y eclesiásticas para adquirir bienes raíces, establece también la
incapacidad en las sociedades anónimas, civiles y comerciales, para poseer y
administrar bienes raíces, exceptuando de esa incapacidad a las instituciones de
beneficencia pública y privada, únicamente por lo que hace a los bienes raíces
estrictamente indispensables y que se destinen de una manera inmediata y directa
al objeto de dichas instituciones, facultándolas para que puedan tener sobre los
mismos bienes raíces capitales impuestos e intereses, los que no serán mayores,
en ningún caso, del que se fije como legal y por un término que no exceda de
diez años.
La necesidad de esta reforma se impone por sí sola, pues nadie
ignora que el clero, incapacitado para adquirir bienes raíces, ha burlado la
prohibición de la ley, cubriéndose de sociedades anónimas; y como por otra
parte, estas sociedades han emprendido en la República la empresa de adquirir
grandes extensiones de tierra, se hace necesario poner a este mal un correctivo
pronto y eficaz, porque de lo contrario, no tardaría el territorio nacional en
ir a parar, de hecho o de una manera ficticia, en manos de
extranjeros.
En otra parte se os consulta la necesidad de que todo
extranjero, al adquirir bienes raíces en el país, renuncie expresamente a su
nacionalidad, con relación a dichos bienes, sometiéndose en cuanto a ellos, de
una manera completa y absoluta, a las leyes mexicanas, cosa que no sería fácil
de conseguir respecto de las sociedades, las que, por otra parte, constituyen,
como se acaba de indicar, una amenaza seria de monopolización de la propiedad
territorial de la República.
Finalmente, el artículo en cuestión
establece la prohibición expresa de que las instituciones de beneficencia
privada puedan estar a cargo de corporaciones religiosas y de los ministros de
los cultos, pues de lo contrario, se abriría nuevamente la puerta al
abuso.
Con estas reformas al artículo 27, con la que se consulta para el
artículo 28 a fin de combatir eficazmente los monopolios y asegurar en todos los
ramos de la actividad humana la libre concurrencia, la que es indispensable para
asegurar la vida y el desarrollo de los pueblos, y con la facultad que en la
reforma de la fracción XX del artículo 72 se confiere al Poder Legislativo
federal, para expedir leyes sobre el trabajo, en las que se implantarán todas
las instituciones del progreso social en favor de la clase obrera y de todos los
trabajadores; con la limitación del número de horas y trabajo, de manera que el
operario no agote sus energías y sí tenga tiempo para el descanso y el solaz y
para atender al cultivo de su espíritu, para que pueda frecuentar el trato de
sus vecinos el que engendra simpatías y determina hábitos de cooperación para el
logro de la obra común; con las responsabilidades de los empresarios para los
casos de accidentes; con los seguros para los casos de enfermedad y de vejez;
con la fijación del salario mínimo bastante para subvenir a las necesidades
primordiales del individuo y de la familia, y para asegurar y mejorar su
situación; con la ley del divorcio, que ha sido entusiastamente recibida por las
diversas clases sociales como medio de fundar la familia sobre los vínculos del
amor y no sobre las bases frágiles del interés y de la conveniencia del dinero;
con las leyes que pronto se expedirán para establecer la familia sobre bases más
racionales y más justas, que eleven a los consortes a la alta misión que la
sociedad y la naturaleza ponen a su cargo, de propagar la especie y fundar la
familia; con todas estas reformas, repito, espera fundadamente el gobierno de mi
cargo que las instituciones políticas del país responderán satisfactoriamente a
las necesidades sociales, y que esto, unido a que las garantías protectoras de
la libertad individual serán un hecho efectivo y no meras promesas
irrealizables, y que la división entre las diversas ramas del Poder público
tendrá realización inmediata, fundará la democracia mexicana, o sea el gobierno
del pueblo de México, por la cooperación espontánea, eficaz y consciente de
todos los individuos que la forman, los que buscarán su bienestar en el reinado
de la ley y en el imperio de la justicia, consiguiendo que ésta sea igual para
todos los hombres, que defienda todos los intereses legítimos y que ampare a
todas las aspiraciones nobles.
En la reforma al artículo 30 de la
Constitución de 1857, se ha creído necesario definir, con toda precisión y
claridad, quiénes son los mexicanos por nacimiento y quiénes tienen esa calidad
por naturalización, para dar término a la larga disputa que en épocas no remotas
se estuvo sosteniendo sobre si el hijo de un extranjero nacido en el país, que
al llegar a la mayor edad opta por la ciudadanía mexicana, debía de tenerse o.
no como mexicano por nacimiento.
Al proyectar la reforma de los artículos
35 y 36 de la Constitución de 1857, se presentó la antigua y muy debatida
cuestión de si debe concederse el voto activo a todos los ciudadanos sin
excepción alguna, o si, por el contrario, hay que otorgarlo solamente a los que
están en aptitud de darlo de una manera eficaz, y a por su ilustración o bien
por su situación económica, que les dé un interés mayor en la gestión de la cosa
pública.
Para que el ejercicio del derecho al sufragio sea una positiva y
verdadera manifestación de la soberanía nacional, es indispensable que sea
general, igual para todos, libre y directo; porque faltando cualquiera de estas
condiciones, o se convierte en una prerrogativa de clase, o es un mero artificio
para disimular usurpaciones de poder, o da por resultado imposiciones de
gobernantes contra la voluntad clara y manifiesta del pueblo.
De esto se
desprende que, siendo el sufragio una función esencialmente colectiva, toda vez
que es la condición indispensable del ejercicio de la soberanía, debe ser
atribuido a todos los miembros del cuerpo social, que comprendan el interés y el
valor de esa altísima función.
Esto autorizaría a concluir que el derecho
electoral sólo debe otorgarse a aquellos individuos que tengan plena conciencia
de la alta finalidad a que aquél tiende; lo que excluiría, por lo tanto, a
quienes por su ignorancia, su descuido o indiferencia sean incapaces de
desempeñar debidamente esa función, cooperando de una manera espontánea y eficaz
al gobierno del pueblo por el pueblo.
Sin embargo de esto, y no dejando
de reconocer que lo que se acaba de exponer es una verdad teórica, hay en
el
caso de México factores o antecedentes históricos que obligan a
aceptar una solución distinta de la que lógicamente se desprende de los
principios de la ciencia política.
La revolución que capitanearon los
caudillos que enarbolaron la bandera de Ayutla, tuvo por objeto acabar con la
dictadura militar y con la opresión de las clases en que estaba concentrada la
riqueza pública; y como aquella revolución fue hecha por las clases inferiores,
por los ignorantes y los oprimidos, la Constitución de 1857, que fue su
resultado, no pudo racionalmente dejar de conceder a todos, sin distinción, el
derecho de sufragio, ya que habría sido una inconsecuencia negar al pueblo todas
las ventajas de su triunfo.
La revolución que me ha cabido en suerte
dirigir, ha tenido también por objeto destruir la dictadura militar,
desentrañando por completo sus raíces, y dar a la nación todas las condiciones
de vida necesaria para su desarrollo; y como han sido las clases ignorantes las
que más han sufrido, porque son ellas sobre las que han pesado con toda su
rudeza el despotismo cruel y la explotación insaciable, sería, ya no diré una
simple inconsecuencia, sino un engaño imperdonable, quitarles hoy lo que tenían
anteriormente conquistado.
El gobierno de mi cargo considera, por tanto,
que sería impolítico e inoportuno en estos momentos, después de una gran
revolución popular, restringir el sufragio, exigiendo para otorgarlo la única
condición que racionalmente puede pedirse, la cual es que todos los ciudadanos
tengan la instrucción primaria bastante para que conozcan la importancia de la
función electoral y puedan desempeñarla en condiciones fructuosas para la
sociedad.
Sin embargo de esto, en la reforma que tengo la honra de
proponeros, con motivo del derecho electoral, se consulta la suspensión de la
calidad de ciudadano mexicano a todo el que no sepa hacer uso de la ciudadanía
debidamente. El que ve con indiferencia los asuntos de la República,
cualesquiera que sean, por lo demás, su ilustración o situación económica,
demuestra a las claras el poco interés que tiene por aquélla, y esta
índiferencia amerita que se le suspenda la prerrogativa de que se
trata.
El gobierno de mi cargo cree que en el anhelo constante demostrado
por las clases inferiores del pueblo mexicano, para alcanzar un bienestar de que
hasta hoy han carecído, las capacita ampliamente para que, llegado el momento de
designar mandatarios, se fijen en aquellos que más confianza les inspiren para
representarlas en la gestión de la cosa pública.
Por otra parte, el
gobierno emanado de la revolución, y esto le consta a la República entera, ha
tenido positivo empeño en difundir la instrucción por todos los ámbitos
sociales; y yo creo fundadamente que el impulso dado, no sólo se continuará,
sino que se intensificará cada día, para hacer de los mexicanos un pueblo culto,
capaz de comprender sus altos destinos y de prestar al gobierno de la nación una
cooperación tan sólida y eficaz, que haga imposible, por un lado, la anarquía y,
por otro, la dictadura.
El Municipio Independiente, que es sin disputa
una de las grandes conquistas de la revolución, como que es la base del gobierno
libre, conquista que no sólo dará libertad política a la vida municipal, sino
que también le dará independencia económica, supuesto que tendrá fondos y
recursos propios para la
atención de todas sus necesidades,
substrayéndose así a la voracidad insaciable que de ordinario han demostrado los
gobernadores, y una buena Ley Electoral que tenga a éstos completamente alejados
del voto público y que castigue con toda severidad toda tentativa para violarlo,
establecerá el poder electoral sobre bases racionales que le permitirán cumplir
su cometido de una manera bastante aceptable.
De la organización del
poder electoral, de que se ocupará de manera preferente el próximo Congreso
Constitucional, dependerá en gran parte que el Poder Legislativo no sea un mero
instrumento del Poder Ejecutivo, pues electos por el pueblo sus representantes,
sin la menor intervención del Poder central, se tendrán Cámaras que de verdad se
preocupen por los intereses públicos, y no camarillas opresoras y perturbadoras,
que sólo van arrastradas por el afán de lucro y medro personal, porque no hay
que perder de vista ni por un momento, que las mejores instituciones fracasan y
son letra muerta cuando no se practican y que sólo sirven, como he dicho antes y
lo repito, para cubrir con el manto de la legalidad, la imposición de
mandatarios contra la voluntad de la nación.
La división de las ramas del
Poder público obedece, según antes expresé, a la idea fundamental de poner
límites precisos a la acción de los representantes de la nación, a fin de evitar
que ejerzan; en perjuicio de ella, el poder que se les confiere; por lo tanto,
no sólo hay la necesidad imprescindible de señalar a cada departamento una
esfera bien definida, sino que también la hay de rela' cionarlos entre sí, de
manera que el uno ' no se sobreponga al otro y no se susciten entre ellos
conflictos o choques que
podrían entorpecer la marcha de los negocios
públicos y aun llegar hasta alterar el orden y la paz de la República.
El
Poder Legislativo, que por naturaleza propia de sus funciones, tiende siempre a
intervenir en las de los otros, estaba dotado en la Constitución de 1857 de
facultades que le permitían estorbar o hacer embarazosa y difícil la marcha del
Poder Ejecutivo, o bien sujetarlo a la voluntad caprichosa de una mayoría fácil
de formar en las épocas de agitación, en que regularmente predominan las malas
pasiones y los intereses bastardos.
Encaminadas a lograr ese fin, se
proponen varias reformas de las que, la principal, es quitar a la Cámara de
Diputados el poder de juzgar al presidente de la República y a los demás altos
funcionarios de la Federación, facultad que fue, sin duda, la que motivó que en
las dictaduras pasadas se procurase siempre tener diputados serviles, a quienes
manejaban como autómatas.
El Poder Legislativo tiene,
incuestionablemente, el derecho y el deber de inspeccionar la marcha de todos
los actos del gobierno, a fin de llenar debidamente su cometido, tomando todas
las medidas que juzgue convenientes para normalizar la acción de aquél; pero
cuando la investigación no debe ser meramente informativa, para juzgar de la
necesidad e improcedencia de una medida legislativa, sino que afecta a un
carácter meramente judicial, la reforma faculta tanto a las Cámaras como al
mismo Poder Ejecutivo, para excitar a la Suprema Corte a que comisione a uno o
algunos de sus miembros, o a un magistrado de Circuito, o a un juez de Distrito,
o a una comisión nombrada por ella para abrir la averiguación correspondiente,
únicamente para esclarecer el hecho que se desea conocer; cosa que
indiscutiblemente no podrían hacer los miembros del Congreso, los que de
ordinario tenían que conformarse con los informes que quisieran rendirles las
autoridades inferiores.
Ésta es la oportunidad, señores diputados, de
tocar una cuestión que es casi seguro se suscitará entre vosotros, ya que en los
últimos años se ha estado discutiendo, con el objeto de hacer aceptable, cierto
sistema de gobierno que se recomienda como infalible, por una parte, contra la
dictadura, y por la otra, contra la anarquía, entre cuyos extremos han oscilado
constantemente, desde su independencia, los pueblos latinoamericanos, a saber:
el régimen parlamentario. Creo no sólo conveniente, sino indispensable, deciros,
aunque sea someramente, los motivos que he tenido para no aceptar dicho sistema
entre las reformas que traigo al conocimiento de vosotros.
Tocqueville
observó en el estudio de la Historia de los pueblos de América de origen
español, que éstos van a la anarquía cuando se cansan de obedecer, y a la
dictadura cuando se cansan de destruir; considerando que esta oscilación entre
el orden y el desenfreno, es la ley fatal que ha regido y regirá por mucho
tiempo a los pueblos mencionados.
No dijo el estadista referido cuál
sería, a su juicio, el medio de librarse de esa maldición, cosa que le habría
sido enteramente fácil con sólo observar los antecedentes del fenómeno y de las
circunstancias en que siempre se ha reproducido.
Los pueblos
latinoamericanos, mientras fueron dependencias de España, estuvieron regidos por
mano de hierro; no había más voluntad que la del virrey, no existían derechos
para el vasallo; el que alteraba el orden, ya propalando teorías disolventes, o
que simplemente socavaban los cimientos de la fe o de la autoridad, o ya
procurando dar pábulo a la rebelión, no tenía más puerta de escape que la
horca.
Cuando las luchas de independencia rompieron las ligaduras que
ataban a esos pueblos a la metrópoli, deslumbrados con la grandiosidad de la
Revolución Francesa, tomaron para sí todas sus reivindicaciones, sin pensar que
no tenían hombres que los guiasen en tan ardua tarea, y que no estaban
preparados para ella. Las costumbres de gobierno no se imponen de la noche a la
mañana; para ser libre no basta quererlo, sino que es necesario también saberlo
ser.
Los pueblos de que se trata, han necesitado y necesitan todavía de
gobiernos fuertes, capaces de contener dentro del orden a poblaciones
indisciplinadas, dispuestas a cada instante y con el más fútil pretexto a
desmanes; pero por desgracia, en ese particular se ha caído en la confusión y
por gobierno fuerte se ha tomado al gobierno despótico. Error funesto que ha
fomentado las ambiciones de las clases superiores, para poder apoderarse de la
dirección de los negocios públicos.
En general, siempre ha habido la
creencia de que no se puede conservar el orden sin pasar sobre la ley, y ésta y
no otra es la causa de la ley fatal de que habla Tocqueville; porque la
dictadura jamás producirá el orden, como las tinieblas no pueden producir la
luz.
Así, pues, disípese el error, enséñese al pueblo a que no es posible
que pueda gozar de sus libertades si no sabe hacer uso de ellas, o lo que es
igual, que la libertad tiene por condición el orden, y que sin éste aquélla es
imposible.
Constrúyase sobre esa base el gobierno de las naciones
latinoamericanas, y se habrá resuelto el problema.
En México, desde su
independencia hasta hoy, de los gobiernos legales que han existido, unos cuantos
se apegaron a este principio, como el de Juárez, y por eso pudieron salir
avante; los otros, como los de Guerrero y Madero, tuvieron que sucumbir, por no
haberlo cumplido. Quisieron imponer el orden enseñando la ley, y el resultado
fue el fracaso.
Si, por una parte, el gobierno debe ser respetuoso de la
ley y de las instituciones, por la otra debe ser inexorable con los
trastornadores del orden y con los enemigos de la sociedad: sólo así pueden
sostenerse las naciones y encaminarse hacia el progreso.
Los
constituyentes de 1857 concibieron bien el Poder Ejecutivo: libre en su esfera
de acción para desarrollar su política, sin más limitación que respetar la ley;
pero no completaron el pensamiento, porque restaron al Poder Ejecutivo
prestigio, haciendo mediata la elección del presidente, y así su elección fue,
no la obra de la voluntad del pueblo, sino el producto de las combinaciones
fraudulentas de los colegios electorales.
La elección directa del
presidente y la no reelección, que fueron las conquistas obtenidas por la
revolución de 1910, dieron, sin duda, fuerza al gobierno de la nación, y las
reformas que ahora propongo coronarán la obra. El presidente no quedará más a
merced del Poder Legislativo, el que no podrá tampoco invadir fácilmente sus
atribuciones.
Si se designa al presidente directamente por el pueblo, y
en contacto constante con él por medio del respeto a sus libertades, por la
participación amplia y efectiva de éste en los negocios públicos, por la
consideración prudente de las diversas clases sociales y por el desarrollo de
los intereses legítimos, el presidente tendrá indispensablemente su sostén
en
el mismo pueblo; tanto contra la tentativa de Cámaras invasoras, como
contra las invasiones de los pretorianos. El gobierno, entonces, será justo y
fuerte. Entonces la ley fatal de Tocqueville habrá dejado de tener
aplicación.
Ahora bien, ¡qué es lo que se pretende con la tesis del
gobierno parlamentario? Se quiere, nada menos, que quitar al presidente sus
facultades gubernamentales para que las ejerza el Congreso, mediante una
comisión de su seno, denominada «gabinete». En otros términos, se trata de que
el presidente personal desaparezca, quedando de él una figura
decorativa.
¿En dónde estaría entonces la fuerza del gobierno? En el
Parlamento. Y como éste, en su calidad de deliberante, es de ordinario inepto
para la administración, el gobierno caminaría siempre a tientas, temeroso a cada
instante de ser censurado.
El parlamentarismo se comprende en Inglaterra
y en España, en donde ha significado una conquista sobre el antiguo poder
absoluto de los reyes; se explica en Francia, porque esta nación, a pesar de su
forma republicana de gobierno, está siempre influida por sus antecedentes
monárquicos; pero entre nosotros no tendría ningunos antecedentes y sería,
cuando menos, imprudente lanzarnos a la experiencia de un gobierno débil, cuando
tan fácil es robustecer y consolidar el sistema de gobierno de presidente
personal, que nos dejaron los constituyentes de 1857.
Por otra parte, el
régimen parlamentario supone forzosa y necesariamente dos o más partidos
políticos perfectamente organizados y una cantidad considerable de hombres en
cada uno de esos partidos, entre los cuales puedan distribuirse frecuentemente
las funciones gubernamentales.
Ahora bien; como nosotros carecemos
todavía de las dos condiciones a que acabo de referirme, el gobierno se vería
constantemente en la dificultad de integrar el gabinete, para responder a las
frecuentes crisis ministeriales.
Tengo entendido que el régimen
parlamentario no ha dado el mejor resultado en los pocos países latinoamericanos
en que ha sido adoptado; pero para mí, la prueba más palmaria de que no es un
sistema de gobierno del que se puedan esperar grandes ventajas, está en que los
Estados Unidos del Norte, que tienen establecido en sus instituciones
democráticas el mismo sistema de presidente personal, no han llegado a pensar en
dicho régimen parlamentario lo cual significa que no le conceden valor práctico
de ninguna especie.
A mi juicio, lo más sensato, lo más prudente y a la
vez lo más conforme con nuestros antecedentes políticos, y lo que nos evitará
andar haciendo ensayos con la adopción de sistemas extranjeros propios de
pueblos de cultura, de hábitos y de orígenes diversos del nuestro, es, no me
cansaré de repetirlo, constituir el gobierno de la República respetando
escrupulosamente esa honda tendencia a la libertad, a la igualdad y a la
seguridad de sus derechos, que siente el pueblo mexicano. Porque no hay que
perder de vista, y sí, por el contrario, tener constantemente presente, que las
naciones, a medida que más avanzan, más sienten la necesidad de tomar su propia
dirección para poder conservar y ensanchar su vida, dando a todos los elementos
sociales el goce completo de sus derechos y todas las ventajas que de ese goce
resultan, entre otras, el auge poderoso de la iniciativa individual.
Este
progreso social es la base sobre la que debe establecerse el progreso político;
porque los pueblos se persuaden muy fácilmente de que el mejor arreglo
constitucional, es el que más protege el desarrollo de la vida individual y
social, fundado en la posesión completa de las libertades del individuo, bajo la
ineludible condición de que éste no lesione el derecho de los
demás.
Conocida os es ya, señores diputados, la reforma que recientemente
hizo el gobierno de mi cargo a los artículos 78, 80, 81 y 82 de la Constitución
federal, suprimiendo la vicepresidencia y estableciendo un nuevo sistema para
substituir al presidente de la República tanto en sus faltas temporales, como en
las absolutas; y aunque en la parte expositiva del decreto respectivo se
explicaron los motivos de dicha reforma, creo, sin embargo, conveniente llamar
vuestra atención sobre el particular.
La vicepresidencia, que en otros
países ha logrado entrar en las costumbres y prestado muy buenos servicios,
entre nosotros, por una serie de circunstancias desgraciadas, llegó a tener una
historia tan funesta, que en vez de asegurar la sucesión presidencial de una
manera pacífica en caso inesperado, no hizo otra cosa que debilitar al gobierno
de la República.
Y en efecto, sea que cuando ha estado en vigor esta
institución haya tocado la suerte de que la designación de vicepresidente
recayera en hombres faltos de escrúpulos, aunque sobrados de ambición; sea que
la falta de costumbres democráticas y la poca o ninguna honradez de los que no
buscan en la política la manera de cooperar últimamente con el gobierno de su
país, sino sólo el medio de alcanzar ventajas reprobadas, con notorio perjuicio
de los intereses públicos, es lo cierto que el vicepresidente, queriéndolo o sin
pretenderlo, cuando menos lo esperaba en este caso, quedaba convertido en el
foco de la oposición, en el centro adonde convergían y del que irradiaban todas
las malquerencias y todas las hostilidades, en contra de la persona a cuyo cargo
estaba el poder supremo de la República.
La vicepresidencia en México ha
dado el espectáculo de un funcionario, el presidente de la República, al que se
trata de lanzar de su puesto por inútil o por violador de la ley; y de otro
funcionario que trata de operar ese lanzamiento para substituirlo en el puesto,
quedando después en él, sin enemigo al frente.
En los últimos periodos
del gobierno del general Díaz, el vicepresidente de la República sólo fue
considerado como el medio inventado por el cientificismo para poder conservar,
llegado el caso de que aquél faltase, el poder, en favor de todo el grupo, que
lo tenía ya monopolizado.
La manera de substituir las faltas del
presidente de la República, adoptada en el sistema establecido por las reformas
de que he hecho referencia, llena, a mi juicio, su objeto, de una manera
satisfactoria.
Es de buena política evitar las agitaciones a que siempre
dan lugar las luchas electorales, las que ponen en movimiento grandes masas de
intereses que se agitan alrededor de los posibles candidatos.
El sistema
de suplir las faltas de que se trata por medio de los secretarios de Estado,
llamándolos conforme al número que les da la ley que los establece, dejaba
sencillamente a la voluntad absoluta del presidente de la República la
designación de su sucesor.
El sistema adoptado por el gobierno de mi
cargo no encontrará ninguno de esos escollos; pues la persona que conforme a él
debe suplir las faltas temporales o absolutas del presidente de la República,
tendrá un origen verdaderamente popular, y puesto que siendo los miembros del
Congreso de la Unión representantes legítimos del pueblo, recibirán, con el
mandato de sus electores, el de proveer, llegada la ocasión, de presidente de la
República.
Otras reformas sobre cuya importancia y trascendencia quiero,
señores diputados, llamar vuestra atención, es la que tiende a asegurar la
completa independencia del Poder Judicial, reforma que, lo mismo que la que ha
modificado la duración del cargo de presidente de la República, está revelando
claramente la notoria honradez y decidido empeño con que el gobierno emanado de
la revolución está realizando el programa proclamado en la heroica Veracruz el
12 de diciembre de 1914, supuesto que uno de los anhelos más ardientes y más
hondamente sentidos por el pueblo mexicano, es el de tener tribunales
independientes que hagan efectivas las garantías individuales contra los
atentados y excesos de los agentes del Poder público y que protejan el goce
quieto y pacífico de los derechos civiles de que ha carecido hasta
hoy.
Señores diputados, no fatigaré por más tiempo vuestra atención, pues
larga y cansada sería la tarea de hablaros de las demás reformas que contiene el
proyecto que tengo la honra de poner en vuestras manos, reformas todas
tendientes a asegurar las libertades públicas por medio del imperio de la ley, a
garantizar los derechos de todos los mexicanos por el funcionamiento de una
justicia administrada por hombres probos y aptos, y a llamar al pueblo a
participar, de cuantas maneras sea posible, en la gestión
administrativa.
El gobierno de mi cargo cree haber cumplido su labor en
el límite de sus fuerzas, y si en ello no ha obtenido todo el éxito que fuera de
desearse, esto debe atribuirse a que la empresa es altamente difícil y exige una
atención constante que me ha sido imposible consagrarle, solicitado, como he
estado constantemente, por las múltiples dificultades a que he tenido que
atender.
Toca ahora a vosotros coronar la obra, a cuya ejecución espero
os dedicaréis con toda la fe, con todo el ardor y con todo el entusiasmo que de
vosotros espera vuestra patria, la que tiene puestas en vosotros sus esperanzas
y aguarda ansiosa el instante en que le deis instituciones sabias y
justas.
Venustiano Carranza
Querétaro, Qro., 1o. de diciembre de
1916.
Fuente:
De la crisis del modelo borbónico al establecimiento
de la República Federal. Gloria Villegas Moreno y Miguel Angel Porrúa Venero
(Coordinadores) Margarita Moreno Bonett. Enciclopedia Parlamentaria de México,
del Instituto de Investigaciones Legislativas de la Cámara de Diputados, LVI
Legislatura. México. Primera edición, 1997. Serie III. Documentos. Volumen I.
Leyes y documentos constitutivos de la Nación mexicana. Tomo III. p. 338. |
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